Después de unos meses de parón os traigo una nueva entrada y unos pequeños cambios en el blog. He necesitado estos meses para adaptarme a un cambio de departamento en el trabajo, a nuevos horarios, a muchas citas médicas y he puesto como prioridad cuidarme a mí misma y dedicar mi tiempo a escribir, a leer y a lo que necesitase en cada momento. Volví con los microrrelatos en Instagram, pero dejé el blog en pausa porque preparar las entradas me requería unas horas y un esfuerzo que no podía asumir, pero lo cierto es que lo echaba de menos. Así que volveré por aquí los domingos con una entrada y podréis encontrar los microrrelatos románticos en mi perfil de Instagram todos los miércoles. Dicho esto, voy al lío con la entrada de hoy.

Ya he contado alguna vez que yo escribo desde pequeña y es que para mí contar historias siempre ha sido una necesidad, al igual que leerlas. Es parte de quien soy, y además me hace muy feliz. Hasta en los peores momentos, cuando estoy bloqueada y no sé por dónde seguir, cuando miro el cajón de las historias abandonadas o en pausa, cuando tengo que borrar partes porque no era el camino correcto... incluso en esos momentos escribir sigue siendo algo que me hace feliz. Para mí esos momentos quedan compensados (que no olvidados) cuando tengo una idea genial que junta todas las piezas del puzzle, cuando los personajes me hablan tan claro como si los tuviera delante, cuando consigo que se me pongan los pelos de punta escribiendo una escena. 

Y es que no puedo ignorar esas voces, esas presencias que se me aparecen y no me dejan en paz hasta que nos ponemos a contar su historia. Los siento cuando escucho una canción que les representa, cuando veo un paisaje en el que podrían estar. Y me encanta que sea así.

Y vosotros, ¿sabéis por qué escribís?